1 abr 2013

Trescientos bocados para cuatrocientos invitados


Ella, que nació con el aspecto frágil de las niñas valientes y fuertes.
La sonrisa dulce... 
Los ojos grandes, de un negro profundo, de un profundo silencio, de un silencio de esos, de los que albergan una mirada inusitadamente limpia, la mirada que te paraliza en cuanto te captura, y que, finalmente, te deja destellos de nostalgia, sin saber cómo ni por qué, como si de pronto te informara de que ese brillo es infinitamente inalcanzable. Sobre todo brillante.
La voz, ni aguda ni grave, ni estridente ni molesta, ni fuerte ni suave, ni siquiera dulce, tan solo amable. Demasiado amable.

Ella y su cuasi-celestial belleza, la de los cuerpos que, en teoría, necesitan nueve pero nos demuestran que para ellos con ocho es sobradamente suficiente, que rompen el tiempo, aceleran el proceso, giran sobre sí y sobreviven a, con y en, una estrecha cintura. Caótica, compleja, desordenable y ordenada.

Ella, que sobrevive todos los días al menos una vez después de cada comida, que se despide constantemente de alguien, levantando sospechas, pronosticando el futuro, ensalzando el pasado, enlazando estados, pero nunca dice por qué, ni con quién; "total, ¿para qué?". Ella que (se) va afirmando esperanzas, limando asperezas, reafirmándose en la constancia de su imagen de adolescente "perfecta", que más que dar problemas se los soluciona a cualquiera. Sobresaliente.

Mi princesa del drama. Tú, que apuntabas maneras sin haber leído a Julio Cortázar. Tú, que te empeñas en madurar a pasos ligeros y agigantados. Tómate tu tiempo y abofetéanos con incoherencias. 

Que nadie te quite lo que te corresponde...
... mucho menos lo que sueñas.


Y que no te cumplan a ti.

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