Viene o vas tú, no importa cómo sea el (des)encuentro, te sonríe, te abre los ojos, te arranca de cuajo una sonrisa, es amable, se muestra agradable, te aprieta un par de tuercas sueltas, te taladra los tornillos que te falten y los que no, sin que se lo pidas, es así, no espera, porque sabe que en su (in)sano juicio nunca nadie le pediría tal cosa, te rompe sin que se note, sin que caiga ni un solo trocito de ti al suelo, sin ruido, sin innecesarios fluidos, sin que ningún cristal chirríe, te da la mano, te dice algo bonito, un placebo, un nocebo, ya no importa el efecto, y se va... a resolver sus problemas, a cosechar sus propias dudas, a arreglar lo suyo, a recomponer sus historias, a acomodarse en alguna butaca perdida en un concreto punto muerto, de escape, de fuga y te deja, sí, te deja... con el sentimiento intenso de estar (irreparablemente) herido, con el sabor agridulce de la conciencia al descubierto, salivando por el ácido.
Y casi sangras, pero no sangras y no sangrar te llena de impotencia y la impotencia duele, como cuando quieres llorar y no puedes.
Quizás yo sea más influenciable de lo que prevé, porque prevé, no espera, “las expectativas son para los débiles”. Aunque, lo resumiría en una pequeña frase y me diría “eres muy lista”, no sin una trémula y afilada entonación.
Posiblemente nunca jugaremos al mismo juego, probablemente nunca jugaremos en igualdad de condiciones, pero yo (ya) no soy inofensiva. Lo sabe y lo disfruta.
Posiblemente vuelva a verle, probablemente ya se haya hecho un lugar en mi vida, probablemente haya formado parte, directa o indirectamente, de las etapas más significativas de la misma, probablemente me tenga cariño, seguramente yo se lo tenga.
De objetividad y perspectiva. |
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