Yo solo tenía veinte años, recién cumplidos, recién hechos, recién salida del horno, tibia y de tacto fácil, como el del pan comprado a primera hora de la mañana, como el de los folios de fotocopiadora en invierno, más cotidiano y ordinario que la seda pero también más excitante, volátil e inalcanzable.
Cuando nada era igual. Cuando entre que nos despedíamos y volvíamos a aparecer, uno en frente del otro, veías otros pies paseando por el borde de tu cama y otras manos reposando sobre tu almohada, aunque, nada era igual, o eso decías. Cuando esperabas que llegara el fin de semana, por si te llamaba y me autoinvitaba... a desayunar. Tostadas con queso crema y el último sorbo de la última de tus cervezas. Sin café. Para poder dormir... hasta tarde. Hasta que la luz cegadora que entraba por tu ventana te abría los ojos y te avisaba de que pronto sería tarde y de que era hora de (volver a) salir y de que yo saliera de allí porque al fin y al cabo yo ya me había ido.
Yo solo tenía veinte años cuando te enamoraste de mis manos
y descubriste el secreto de los pies descalzos
... y perdiste la cabeza.